Se estableció un
silencio incómodo mientras recorríamos las lindes del bosque. Tan sólo era
media hora de camino, pero aquella parcela salvaje era tan frondosa que no todos
los que se adentraban allí eran capaces de guiarse por el camino correcto. Por
eso, la mayoría prefería bordear el orfanato y dirigirse al pueblo por la
carretera. Era más fácil, mas todos sabían que a mí me gustaba complicarme la
vida. Ya que podía disfrutar un poco de la naturaleza, ¿por qué no iba a
aprovecharlo?
Lo más extraño
de todo fue que Saray, siendo como era ella, no hubiera puesto pega alguna
cuando me vio adentrándome en el bosque. No me gustaba sentir miedo, pero
aquella situación empezaba a escalofriarme.
- Parece que te
llevas muy bien con Darío -saltó de repente.
- Para algo es
mi mejor amigo.
- ¿Estás segura
de eso Valery? -preguntó divertida.
- Completamente
-bramé, mirándola con dureza.
- Eres tan
inocente... que incluso siento lástima hacia ti -se burló mientras yo la
adelantaba con mis pasos.
- No me importa
lo que pienses de mí, así que ni te molestes en gastar saliva. Es más, no tengo
ningún interés en hablar, pues no tengo ninguna gracia estar aquí. Si te
acompaño es por obligación, no por agrado, y sé que a ti tampoco te hace
gracia. Así que mejor callarnos y lo haremos más llevadero.
Esperé unos
segundos a que contestara. Entonces me giré y me llevé la mayor sorpresa de
toda mi vida. Saray no estaba. Miré a mi alrededor pero no la encontraba por
ningún sitio. Incluso grité su nombre, pero nadie me respondió. Un sudor frío
recorrió mi espalda y empecé a ponerme nerviosa. No tenía ni idea de qué era lo
que debía hacer. “Debes ponerte a salvo” -gritó mi conciencia. “¿A salvo? ¿Cómo
que a salvo?” -pensé aterrada.
Decidí ponerme
en camino hacia el orfanato y avisar a doña Victoria de lo que había ocurrido.
Seguro me echaría la culpa o me haría responsable, pero esa era la mejor
opción. Sin embargo, estaba tan nerviosa que me encontraba desorientada y no
sabía por dónde volver.
-Tengo que
intentar relajarme -susurré con los ojos cerrados.
Me dispuse a
seguir el camino de mis propias pisadas para poder regresar. Iba a hacerlo
cuando escuché un fuerte estallido, seguido por un golpe sordo. Mis pies se
quedaron tiesos sobre la nieve. Comencé a sentir un miedo extraño, que se
adentraba en mí de forma dura y fría como el hielo.
Lo más lógico
hubiera sido que saliera corriendo, pero mi instinto dirigió mis pasos hacia el
lugar de donde provenía el estruendo. A medida que me acercaba, escuchaba unas
voces graves gritando y discutiendo. Me escondí detrás de un grueso árbol y
miré. La escena me dejó pálida y sin aliento, y un extraño dolor me recorrió el
cuerpo, el dolor del miedo.
Tendida en el
suelo, a varios metros de donde yo me encontraba, estaba Saray con los ojos
cerrados, y unos cinco hombres la rodeaban. Uno de ellos se encontraba agachado
a su lado, mirándola con atención. Cuando se levantó y me fijé en el arma que
llevaba en la mano, se me paralizó el corazón mientras comprendía lo que había
pasado.
Saray estaba
muerta. Pero... ¿por qué? ¿Quiénes eran aquellos hombres? ¿Qué hacían allí?
¿Qué motivos tenían para haber hecho aquello? Ella era sólo una adolescente, no
podía haber hecho nada como para sufrir aquel destino. ¿O tal ves sí?
La conversación
que se estableció entre aquellos hombres me devolvió al mundo real.
- ¡Idiota!
-gritó el del arma a otro de ellos. - ¡Te has cargado a la chica equivocada!