Los rayos del sol iluminaban el paisaje con calidez, haciéndolo brillar como si
de un lugar mágico se tratase. Olía a hierba fresca, y el campo se encontraba
poblado de diminutas flores silvestres de todos los colores. Habían decidido
tomarse unos días en aquel humilde pueblo para dedicarse un tiempo sólo a
ellos.
Él
se encontraba tumbado bajo aquel árbol, sonriendo de manera absurda al pensar
en ese jugoso tiempo que pasaría con su chica a solas. Fue pensar en eso, y
verla a ella aparecer por el caminito de piedra con aquel bonito vestido de
color marfil que tanto le gustaba y su sombrero bailando al ritmo del viento.
Era preciosa.
Le
dedicó su sonrisa más hermosa al llegar a su lado, y él se incorporó un poco
para poder acomodarla entre sus brazos. Ella se sentó entre sus piernas y se
apoyó en su pecho riéndose.
-
Me encanta este sitio, es precioso. Se respira tranquilidad.
-
Por eso quería disfrutarlo contigo –dijo él mientras acariciaba la suave piel
de sus brazos, produciéndole un escalofrío. – Nos merecíamos un tiempo a solas.
-
Lo sé cariño, y lo estaba deseando. A veces se me hace eterno el tiempo que
pasamos separados, y no puedo evitar echarte de menos cuando no estás a mi
lado. Odio sentirte lejos.
-
Yo también. Ojalá pudiera pasar todo mi tiempo contigo.
-
Bueno, no nos lamentemos –sonrió mientras se giraba un poco hacia él. – Para
eso hemos venido ¿no? A disfrutar de este fin de semana.
-
Se me va a hacer súper corto.
-
¡No pienses en eso! –exclamó ella antes de reírse y rozar sus labios. – Puede
que sea corto, pero nos encargaremos de emplearlo bien.
-
¿Ah sí? ¿Y qué planes tiene mi princesa? –preguntó mientras la rodeaba con los
brazos.
-
Pues… lo primero… ¡echar a correr!
Comenzó
a reírse al mismo tiempo que se escapaba de sus brazos y echaba a correr por el
campo. Él, mientras admiraba aquella vida llena de energía que se movía ante
sus ojos, se levantó sonriendo con picardía y comenzó a perseguirla. Le
encantaba cuando la escuchaba reír de aquella manera, pues parecía que
iluminaba al mundo con aquel dulce sonido. Era tan alegre que sólo podía
existir luz en los días que pasaba junto a ella.
Cuando
consiguió alcanzarla, ella dejó escapar un grito ahogado y divertido al mismo
tiempo en que caían sobre el césped y daban vueltas, y vueltas, hasta que él
quedó sobre su cuerpo, su rostro paralelo al suyo, de forma que podía admirar
el brillo de sus ojos.
-
Pensé que no me cogerías –rió ella.
-
Sólo lo hacía para darte ventaja, me daba pena verte tan indefensa.
-
¡Qué mentiroso! –volvió a reír.
-
¿Me das un beso?
-
No.
-
¿Por qué no?
-
Porque prefiero que me lo robes, que para eso son sólo tuyos.
Sonrió
divertida antes de colocar las manos alrededor se su cuello y besarlo con
pasión y sentimiento, a medida que se intensificaba cada segundo que pasaba.
Muy lentamente, sus labios bajaron hasta su cuello. Le susurró que le amaba, y
su aliento pasó a ser una caricia tan íntima, que el cuerpo de él tembló ante
ese deseoso contacto. Ella sonrió antes de volver a besarlo con calma, y
rodaron de nuevo.
- Te amo tanto… –susurró él entre
suspiros.
-
Yo te amo mucho más.
- Y
yo muchísimo más.
Ella
sonrió de nuevo y apoyó su cabeza en su pecho para escuchar su respiración.
Nunca entendería cómo había llegado a enamorarse de aquella manera, pero era
consciente de que su vida jamás sería la misma si lo perdiera. Había llegado a
llenarla de tal forma que no imaginaba su ausencia, sentía que a esa hermosa
historia de amor le era imposible tener un fin.
-
Ven conmigo, quiero que veas algo –dijo él, apartándola de sus pensamientos y
trayéndola de vuelta la realidad, su adorada realidad.
Caminaron
de la mano campo a través hasta llegar a un pequeño riachuelo. Había un pequeño
camino de piedras en medio, y el agua era completamente cristalina y pura. Ella
sonrió al ver aquella hermosa imagen, y se soltó de su mano para situarse justo
en medio. Se agachó y mojó sus manos, mientras sentía como la corriente la
acariciaba.
Él
la contemplaba desde el borde de la orilla, mientras pensaba lo bueno que había
sido el destino al cruzar a aquella joven en su camino. Ojalá no fuera tan
caprichoso y se portara siempre bien, uniendo el camino de dos personas que, se
sabe, están hechas para pasar el resto de su vida la una junto a la otra. Al
menos, eso era lo que él soñaba cuando se trataba de ella.
Ésta
lo llamó desde su posición con una sonrisa divertida, antes de levantarse,
estirar los brazos, y cerrar los ojos mientras inspiraba profundamente aquel
aroma a naturaleza. Le encantaba estar en un lugar tan mágico como aquél.
Fue
rápida. Desde que su chico se acercó, ella se agachó y lo salpicó
completamente, pillándolo desprevenido. Adoraba volverse una niña en aquellas ocasiones, donde se le ponía a tiro una oportunidad
de picarlo y jugar con él. Y así fue. Dio pequeños saltitos hasta llegar a la
otra orilla y poder echar a correr, pues él ya estaba persiguiéndola y ganando
terreno.
Ella
reía mientras intentaba escapar, pero se moría de ganas de que la atrapara, así
que aminoró el paso justo cuando él la rodeó con los brazos y volvieron a caer
en medio de aquel campo de espigas. No importaba que decidieran cometer alguna
locura, pues quedaban ocultos a cualquier ojo curioso que no les quisiera dejar
demostrarse su amor.
Así,
sin más, el comenzó a acariciarla, y ella tembló por dentro, pues sabía que sus
manos sobre su vientre eran su perdición. Suspiró y lo besó. Se dejaron llevar.
Ella, para vengarse, lo besaba en el cuello antes de morderlo suavemente.
-
Oh dios, no puedo cuando haces eso –suspiró él. – Me mata.
-
El problema es que me encanta que te mate.
-
¿Segura de eso? –preguntó divertido mientras la acariciaba de nuevo.
-
Cielo… juro que te mataré –rió ella mientras suspiraba.
-
Adelante, me encantaría morir en tus brazos.
-
Cariño te amo, no lo olvides nunca –dijo ella en un tierno arrebato mientras lo
abrazaba.
- Y
yo a ti amor, tampoco lo olvides jamás.
Dieron
varias vueltas hasta que él quedó sobre ella de nuevo. Quedaba claro que
estaban hechos el uno para el otro, hasta sus cuerpos parecían encajar a
la perfección. Sus labios volvieron a encontrarse, mucho más deseosos que
antes, y comenzaron a acelerarse a medida que notaban el deseo y la pasión
ardiendo dentro de sus cuerpos, muriéndose de ganas de salir.
Allí, en aquel mágico y cálido lugar, volvieron a
dejarse llevar, acompañados por el aroma del viento salvaje y la melodía que
surgía cada vez que la luz del sol acariciaba sus cuerpos brillantes, los
cuales, se entregaron al amor hasta que éste comenzó a desaparecer tímidamente,
permitiendo a las estrellas y la luna ser únicas testigos de ese magnífico
instante, convirtiéndolas en las guardianas y las cómplices de un sentimiento
tan puro que jamás se podría explicar con palabras.